La ciencia de los eclipses
El Sol, nuestra estrella
El Sol es nuestra estrella, ubicada en el centro del sistema solar. En el contexto de nuestra galaxia, la Vía Láctea, el Sol es una estrella completamente estándar: tiene una masa baja-intermedia respecto al rango de masas estelares posibles, está en la etapa de su vida que denominamos secuencia principal, que es la etapa más larga y estable de la vida de las estrellas, y en el sistema de clasificación estelar espectral es de tipo G2V, con luminosidad y temperatura intermedias. Es decir, hay miles de millones de estrellas como la nuestra distribuidas por la Vía Láctea, y muchas más si consideramos otras galaxias. Y sin embargo en nuestro entorno inmediato el papel del Sol es esencial: su formación generó la existencia de todo el sistema solar, su masa actual supone el 99,86% de la masa total del sistema planetario, es su principal foco de atracción gravitatoria y con ello mantiene unido todo el sistema, y es con mucha diferencia su principal fuente de energía. Es el objeto más brillante de nuestro cielo, con una magnitud de -26,74, lo que hace que muy pocos objetos o eventos astronómicos puedan ser visibles durante el día, cuando él está visible.

Nuestra estrella tiene un tamaño intermedio, con un radio de unos 700 000 km, y por lo tanto mucho menor que estrellas supergigantes como Rigel (radio de más de 70 veces el radio del Sol) o Antares (radio de ~680 veces el radio del Sol). Pero en comparación con la Tierra es muy masivo, ya que necesitaríamos 330.000 Tierras para igualar la masa del Sol, y un total de 1,3 millones de Tierras para rellenar todo su volumen. En cuanto a distancias, se encuentra a unos 150 millones de kilómetros de nuestro planeta, lo que hace que la luz que emite tarde unos ocho minutos en alcanzarnos.
El Sol es una gran esfera de gas, compuesta en un 74,9% de hidrógeno y un 23,8% de helio, mientras que los elementos más pesados suponen menos de un 2% del total. Su estructura comprende diferentes regiones o capas. En el centro tenemos el núcleo, la zona más caliente, a más de 15 millones de grados Celsius, que es donde se producen las reacciones de fusión nuclear que transforman el hidrógeno en helio, y que generan la energía del Sol. La energía generada por estas reacciones nucleares es la que mantiene a la estrella en equilibrio frente al colapso gravitatorio. Alrededor del núcleo solar están la zona radiativa y la convectiva, separadas por la zona de transición de la tacoclina. Estas capas transportan la energía que se genera en el núcleo hasta las capas más externas, y de ahí es radiada al espacio. Un fotón producido en el núcleo solar tarda unos 170.000 años en llegar a la zona superior de la capa convectiva.
Por encima de la zona convectiva tenemos la fotosfera, a una temperatura de unos 5500 grados Celsius, y por tanto mucho más fría que el núcleo solar. Esta es la capa que consideramos como la superficie del Sol, aunque no es análoga a la superficie terrestre, ya que en este caso estamos hablando de gas. Se considera la superficie porque es la capa que emite la mayor parte de la luz visible del Sol, y por tanto la que vemos desde la Tierra con nuestros ojos (de nuevo conviene resaltar la importancia de no mirar nunca al Sol de forma directa, por el daño que puede generar en nuestra visión). El Sol es ópticamente opaco hacia el interior de la fotosfera, y por eso no podemos ver las capas internas.
Por encima de la fotosfera tenemos las dos capas que constituyen lo que llamamos la atmósfera solar, que son transparentes para nosotros: la cromosfera y la corona. La cromosfera es una capa delgada, con un grosor estimado de "solo" entre 3000 y 5000 kilómetros, compuesta por gases de baja presión. Por su parte, la corona es la capa más externa del Sol, formada por plasma de baja densidad que se extiende hasta millones de kilómetros en el espacio exterior. Está además muy caliente, con temperaturas que superan el millón de grados, y por tanto muy por encima de la temperatura de la fotosfera. Este enorme incremento de la temperatura hacia el exterior del Sol, que no puede responder a mecanismos térmicos, es uno de los mayores misterios que esconde aún nuestra estrella, y es un fenómeno en investigación. El material de la cromosfera y la corona es muy poco denso y por ello normalmente no podemos percibir la luz visible que emiten, porque es mucho más tenue que la de la brillante fotosfera. La excepción a esto la constituyen precisamente los eclipses totales de Sol.

El Sol mantiene una importante actividad magnética, que genera intensos fenómenos en su superficie y sus capas atmosféricas. Estamos hablando de las erupciones o fulguraciones solares, grandes explosiones que se producen en algunos puntos de la atmósfera solar cuando se liberan grandes cantidades de energía debido a procesos de reordenación local relacionados con el campo magnético del Sol. En las fulguraciones se emite una gran cantidad de radiación al espacio. A menudo pueden estar acompañadas de eyecciones de masa coronal, en las que también se emiten partículas cargadas de la atmósfera solar, es decir, plasma. Parte de este material vuelve a caer al Sol, y eso genera estructuras en forma de arco que se ven en la superficie, mientras que otra parte se pierde en el espacio. La radiación y el plasma emitidos por las fulguraciones y las eyecciones de masa coronal llegan a la Tierra y, aunque contamos con la protección de nuestro propio campo magnético, notamos sus efectos: pueden perjudicar a satélites o aviones a gran altitud, y generan las hermosas auroras boreales o australes que podemos ver cerca de los polos. El campo magnético solar varía en el tiempo, lo que produce ciclos casi periódicos de actividad solar de unos 11 años, que se reflejan en el número de manchas solares visibles en promedio sobre su superficie.

Estudio de la corona solar. Coronógrafos
La luminosidad de la corona solar es una millonésima parte de la del Sol en su totalidad, por lo que habitualmente nos es imposible percibir de forma directa el brillo de esta capa de nuestra estrella. Esto solo podía hacerse durante los eclipses totales de Sol, en los que el disco lunar nos oculta el resto de la emisión del astro. Para superar esta limitación, el astrónomo francés Bernard Lyot inventó en 1931 un dispositivo, llamado coronógrafo, que simula un eclipse de Sol, bloqueando artificialmente la luz proveniente de la fotosfera y con ello permitiendo distinguir la contribución de la corona. El coronógrafo se puede acoplar a un telescopio, y su principal elemento es un disco opaco que oculta la imagen del Sol formada por otra lente.
La mayoría de coronógrafos se usan para el estudio de la corona solar, pero se han desarrollado también instrumentos que se basan en el mismo principio, llamados coronógrafos estelares, destinados a la observación de objetos débilmente iluminados cerca de una estrella u otra fuente de luz de alta intensidad. Es el caso de los que se utilizan para buscar planetas extrasolares o discos circumestelares alrededor de estrellas cercanas, o en el estudio de galaxias que albergan quásares o núcleos galácticos activos. Ejemplos de observatorios que incluyen coronógrafos son los telescopios espaciales Hubble (en particular en uno de sus instrumentos en el infrarrojo cercano llamado NICMOS) y Webb (en sus instrumentos en el infrarrojo cercano y medio NIRCam y MIRI). Estos instrumentos tienen además el beneficio añadido de estar situados fuera de la atmósfera terrestre, por lo que son más eficientes que los que se encuentran en los observatorios de la Tierra.

La Luna, nuestro satélite natural
La Luna es el único satélite natural que tiene la Tierra. Se trata de un cuerpo rocoso, sin hidrosfera, atmósfera o campo magnético. La ausencia de atmósfera y de actividad tectónica produce su característico mapa de cráteres en superficie, causados por el impacto de diversos cuerpos a lo largo de su historia. También destacan los mares lunares, grandes explanadas de lava solidificada.

El sistema Tierra-Luna es un dúo excepcional debido a la relación de tamaños, ya que la Luna tiene un diámetro del orden de la cuarta parte del de la Tierra. Esto hace que sea uno de los mayores satélites naturales del sistema solar con respecto al tamaño del cuerpo en torno al que gira, sólo superado por Caronte, el satélite principal de Plutón. Esta atípica relación de tamaños puede estar relacionada con el origen de la Luna, que se considera debido a los restos producidos por una colisión entre la Tierra y otro cuerpo de gran tamaño en las primeras fases de la formación del sistema solar. En tamaño absoluto la Luna es el quinto satélite más grande de nuestro sistema, tras Ganímedes, Titán, Calisto e Ío.
Nuestro satélite está a una distancia media de la Tierra de unos 384.400 km, aunque la distancia real varía a lo largo de su órbita, ya que esta es ligeramente elíptica. Esto genera también una variación en su tamaño aparente en nuestro cielo. La Luna tarda 27 días, 7 horas y 43 minutos en completar una órbita exacta en torno a la Tierra (revolución sideral), pero transcurren 29 días, 12 horas y 44 minutos en situarse de la misma manera respecto al par Tierra-Sol (revolución sinódica), ya que en este caso hay que tener en cuenta el movimiento de traslación de la propia Tierra. A lo largo del tiempo las fuerzas de marea existentes entre la Tierra y la Luna han producido la sincronización entre el periodo orbital de la Luna en torno a la Tierra y su periodo de rotación, por lo que el satélite siempre nos muestra la misma cara. En función de su posición en torno a la Tierra y a la iluminación que nuestro satélite recibe del Sol se producen las fases de la Luna, que describen si la vemos completamente iluminada (plenilunio o luna llena), solo parcialmente (luna creciente o decreciente, según de qué manera esté progresando la porción iluminada), o sin iluminación y por tanto difícilmente perceptible (novilunio o luna nueva). Estas fases lunares han sido utilizadas en múltiples casos a lo largo de la historia de la humanidad para la medida del tiempo.

La Luna ejerce un papel decisivo en las condiciones existentes en la Tierra: es la principal causa de las mareas (con una influencia significativa pero considerablemente menor del Sol) y su presencia estabiliza el eje de rotación de la Tierra, evitando con ello bruscos cambios estacionales. Las fuerzas de marea existentes entre Tierra y Luna producen además un efecto de ralentización en la rotación de la Tierra, alargando el día terrestre unos 17 microsegundos cada año, y un alejamiento de la Luna, cuya distancia a nuestro planeta aumenta en unos 4 centímetros al año.
Como hemos reiterado a lo largo de este volumen, son los alineamientos de Sol, Tierra y Luna los que producen los eclipses de Luna (cuando la Tierra se interpone entre los otros dos) y de Sol (cuando es la Luna la que se interpone y proyecta su sombra sobre la Tierra). El hecho de que desde la Tierra el tamaño angular aparente de la Luna y el Sol sean semejantes permite que algunos de los eclipses de Sol puedan ser totales, con un oscurecimiento completo de la superficie del astro.
Tránsitos de Mercurio y Venus
Los tránsitos ocurren cuando un planeta con una órbita interior (o más cercano al Sol) se alinea con otro con una órbita exterior (o más alejado) y el Sol. Se puede decir, por tanto, que son unos tipos especiales de eclipses. En el caso de la Tierra, los tránsitos se dan con los planetas interiores, esto es, Mercurio y Venus, que vemos aparecer delante del Sol. Los tránsitos son fenómenos mucho menos frecuentes que los eclipses de Sol, ya que la Luna, al estar más cerca de la Tierra que Mercurio o Venus, tiene un período sinódico (período orbital observado desde la Tierra) mucho menor que el de dichos planetas.
Análogamente a lo que ocurre con los eclipses de Sol y Luna, los tránsitos solo ocurren cuando el planeta más interior se encuentra en su conjunción inferior, es decir, alineado entre el Sol y la Tierra. Para ello debe estar muy cerca de uno de los nodos de su órbita, que son los dos puntos en los que su órbita cruza el plano de la órbita terrestre, pues solo en este caso se produce el alineamiento casi perfecto de los tres astros.
La ligera inclinación que tiene la órbita de cada uno de los planetas con respecto de la de los demás, hace que la alineación de los astros sea poco probable. Esta ligera inclinación es suficiente para que en la mayoría de ocasiones no se vea el planeta interior pasar por delante del disco solar, sino por encima o por debajo de él. En el caso particular de Mercurio y Venus, la inclinación de la órbita de Mercurio con respecto de la de la Tierra es de 7,0°, mientras que la de Venus es de 3,4°.


A pesar de que la inclinación de la órbita de Venus (más de 3°) es menor que la de Mercurio (algo mayor a 7°), la menor distancia de Venus a la Tierra en sus cruces con el Sol hace que en la actualidad pase hasta casi 9° por encima o por debajo del disco solar, mientras que en el caso de Mercurio esta distancia angular no llega a 5°. El Sol tiene poco más de medio grado de diámetro angular (32´) visto desde la Tierra.
La diferencia del número de conjunciones inferiores por siglo de estos dos planetas viene dada por el periodo sinódico (tiempo transcurrido desde que un objeto reaparece en el mismo punto respecto al Sol y la Tierra) de ambos. Mercurio, al encontrarse más cerca del Sol, tiene un menor periodo de 116 días, y 315 conjunciones por siglo. Venus, en cambio, con un mayor periodo de 584 días, no tiene más que 62 o 63. Considerando únicamente estos dos factores, se puede estimar que la frecuencia de los tránsitos de Venus es diez veces menor que la de Mercurio.
En 1631 ocurrió una rara situación, que volvió a darse en 1769 y no volverá a ocurrir hasta finales de 2611. Se trata de un tránsito de ambos planetas en el mismo año. Sin embargo, en un mismo día no pueden ocurrir ambos tránsitos ya que la orientación de la línea de los nodos de Mercurio y la de Venus no coinciden actualmente.
Tránsitos de Mercurio
Los nodos de la órbita de Mercurio son alrededor del 10 de noviembre (ascendente) y del 8 de mayo (descendente). Los tránsitos, por tanto, suelen ser en torno a estas fechas, dándose con mayor frecuencia los que ocurren en noviembre. El nodo ascendente ocurre cuando un planeta cruza el plano de la eclíptica de abajo hacia arriba. El nodo descendente ocurre en la posición opuesta, cuando se cruza el plano de la eclíptica de arriba hacia abajo.
Otra característica que distingue ambos tránsitos es la duración del mismo cuando el planeta pasa por el centro del Sol. Debido a que el tránsito ascendente ocurre cuando Mercurio está más cerca del Sol, éste se mueve más rápido, reduciendo la duración respecto a los tránsitos descendentes, que ocurren cuando el planeta está más lejos del Sol. La diferencia entre ambas duraciones puede ser algo mayor a las 2 horas: en mayo pueden llegar a las casi ocho horas frente a las cinco y media de noviembre.
En el siglo actual habrá un total de 14 tránsitos, cinco en mayo y nueve en noviembre. De ellos, cinco se verán completos desde todo el territorio español, en seis se verá solo una parte del tránsito o se verá parcialmente en algunas regiones del territorio, y cuatro no serán visibles. El último se produjo el 11 de noviembre de 2019 y el próximo, completo si nos desplazamos a las islas Baleares, ocurrirá el 13 de noviembre de 2032 y el siguiente completo desde todo el territorio no será hasta el 7 de mayo de 2049.
Las observaciones de los tránsitos de Mercurio realizadas durante el siglo XIX revelaron pequeñas discrepancias con las efemérides calculadas, lo que condujo al descubrimiento del anómalo avance del perihelio de Mercurio, que arrastraba el resto de la órbita también. Extrapolando las observaciones disponibles, se concluyó que el perihelio y la órbita de Mercurio completan un giro alrededor del Sol aproximadamente cada 227.000 años. Los cálculos teóricos mediante el uso de la ley de Newton, sin embargo, predecían un giro de 240.000 años. Un pequeño error que, sin embargo, revelaba una discrepancia entre las observaciones y la teoría de gravitación de Newton que en vano se intentaron explicar mediante la búsqueda de otros planetas o cinturones de asteroides que pudieran causar este comportamiento. No fue hasta noviembre de 1915 cuando el físico Albert Einstein lo pudo justificar, con la que probablemente fue su mayor satisfacción científica, mediante la teoría que estaba desarrollando conocida como teoría general de la relatividad, constituyendo el primero de los fenómenos que se explicó mediante la misma. Como se se menciona en la sección de "Los eclipses en la historia", en el eclipse de Eddington de 1919 se pudieron medir igualmente desplazamientos de las trayectorias de las estrellas en el momento del eclipse de acuerdo con las predicciones de esta teoría.

Tránsitos de Venus
Los tránsitos de Venus son unos fenómenos muy poco frecuentes, ocurriendo de media dos veces por algo más de un siglo. Suelen darse por pares separados de ocho años, aunque también pueden ser individuales. Actualmente se alternan duraciones de 105.5 y 121.5 años entre los pares de intervalos.
El último par de tránsitos de Venus ocurrió el 8 de junio de 2004 y el 5 de junio de 2012. El primero fue visible en todas sus fases desde todo el territorio peninsular pero el segundo terminaba al amanecer en el este peninsular, por lo que apenas fue visible. El próximo par de tránsitos tendrá lugar los días 11 de diciembre de 2117 y 8 de diciembre de 2125. El primero no será visible en el estado español y el segundo será visible en su inicio al atardecer.
Los nodos de la órbita de Venus son actualmente en la primera mitad de junio (descendente) y primera mitad de diciembre (ascendente) y apenas hay diferencia entre la frecuencia de los que se dan en uno u otro nodo. Los tránsitos del nodo ascendente son ligeramente menos probables debido a que Venus se encuentra más cerca de la Tierra y más lejos del Sol, ocurriendo que a veces en estas fechas se produzca un único tránsito y no en un par. Excluyendo los casos en los que Venus roza el disco solar sin pasar la totalidad de su proyección por delante del Sol, se producirán entre los años -2000 y 6000 46 tránsitos en el nodo ascendente y 51 en el descendente.
La duración del tránsito puede ser desde 14 minutos a más de una hora. En el nodo ascendente, la duración máxima de un tránsito central es de algo más de ocho horas. La inclinación de la trayectoria de Venus sobre el disco del Sol es de unos 9°.

Tránsitos históricos
Al igual que a lo largo de la historia los eclipses han sido fuente de diverso aprendizaje científico, la observación y medida de los tránsitos ha sido también una herramienta utilizada para medir la distancia y tamaños de distintos objetos del sistema solar.
Los primeros intentos de medida del tamaño de la Tierra se las debemos a Eratóstenes de Cirene (siglo 240 a.C.), que mediante la diferencia de tamaño de la sombra que observó en un mismo día en Alejandría y otra ciudad donde sabía que en ese día no había sombra situada en el trópico de Cáncer, estimó el tamaño de la circunferencia de la Tierra. Aristarco de Samos, un contemporáneo de Eratóstenes, propuso métodos geométricos de las posiciones relativas de la Luna, el Sol y la Tierra en distintos momentos de la fase lunar para medir las distancias y tamaños relativos de estos objetos. Aristarco obtuvo erróneamente que la distancia al Sol era tan sólo 19 veces mayor que la distancia a la Luna, lo que llevó durante siglos a los astrónomos a obtener un valor erróneo de la distancia al Sol, ya que todos aceptaron el resultado de Aristarco como válido.
En el siglo XVII, el astrónomo Johannes Kepler introdujo la relación entre el periodo de traslación de cada planeta alrededor del Sol con el tamaño de su órbita en su tercera ley, según la cual el cuadrado del periodo es proporcional al cubo del tamaño de la órbita. En aquella época se desconocía la existencia de los planetas del sistema solar más alejados del Sol que Saturno. Sin embargo, se conocían los periodos de los planetas hasta Saturno, con lo que, gracias a la tercera ley de Kepler, para deducir el resto de tamaños de órbitas bastaba con conocer el tamaño de una sola órbita, por ejemplo determinando la distancia al Sol. Además, Kepler llegó a la conclusión de que el método propuesto por Aristarco no era lo suficientemente preciso y que la distancia al Sol tenía que ser, al menos, 3 veces mayor de lo que se había supuesto.
Kepler inició el método que hacía uso de los tránsitos para medir el tamaño relativo de los planetas con respecto al Sol, pero debido a errores de cálculo de sus efemérides, el primer cálculo siguiendo este método lo realizaron otros dos astrónomos que determinaron que el tamaño angular de Mercurio es cien veces menor que el del Sol y que el de Venus es veinticinco veces menor, valor muy parecido al obtenido por Galileo directamente con un telescopio.


En el mismo siglo, Edmund Halley intentó determinar la distancia a Mercurio combinando sus medidas y las obtenidas por otro astrónomo durante el tránsito de Mercurio del 7 de noviembre de 1677, pero sin éxito. Defendió durante décadas que el mejor método para medir la distancia al Sol era mediante tales medidas durante los tránsitos y que era más conveniente realizarlas durante un tránsito de Venus, para facilitar la medida de ángulos y la observación del planeta en el disco solar.
Su método consistiría en medir la duración del tránsito desde lugares a distintas latitudes. En cada lugar se medirían distintos intervalos de tiempo con la precisión que permitían los relojes de péndulo de la época (y suficiente para diferenciar distintas longitudes de recorrido). La diferencia entre longitudes de los recorridos permitiría deducir el ángulo de separación entre ambos recorridos y, conociendo la distancia geográfica que separaba a los distintos observadores, se podría calcular la distancia al planeta. Conocida esta y las distancias relativas de los planetas al Sol (por la tercera ley de Kepler), sería posible determinar la distancia absoluta de la Tierra (y de Venus) al Sol.

El primer tránsito de Venus en que se podía probar este método iba a tener lugar el 6 de junio de 1761, seguido de otro en 1769. A pesar de que Halley para entonces habría fallecido, propuso distintos emplazamientos desde los que observar el tránsito, sugiriendo una colaboración entre distintos países europeos que podían hacer las medidas en las distintas colonias que tenían a lo largo del globo. Este fue el primer proyecto científico mundial de la historia, tanto por las expediciones por todo el planeta como por las nacionalidades de los distintos astrónomos que lo llevaron a cabo. En total hubo unos 120 astrónomos repartidos en más de 60 lugares. Incluso se consiguió que los países en guerra acordaran no interferir en las expediciones. Sin embargo, la realidad fue otra. Varios astrónomos como los franceses Pingré o Le Gentil o los ingleses Mason y Dixon fueron perseguidos, atacados y hasta capturados por la flota enemiga. El francés Chappe tuvo que realizar una parte del recorrido en trineo tras perder su barco. El que tuvo el viaje más accidentado fue Le Gentil, que no consiguió llegar a su destino, sitiado por distintos colonos durante su viaje, limitándose, por tanto, a observar el tránsito desde su barco desde una posición desconocida en el mar. Todo el esfuerzo sirvió para estimar la distancia al Sol con una incertidumbre demasiado grande, del 12%, dando un valor entre 124 y 159 millones de km.
El siguiente tránsito de Venus se produjo el 3 de junio de 1769 y fue observado en mejores condiciones y con la lección aprendida de la primera vez. Se distribuyeron más de 150 astrónomos en unos 80 lugares. Una de esas misiones se le encargó al navegante James Cook, que realizó su primer viaje desde Inglaterra hasta Tahití para llevar a bordo a un astrónomo que observara este tránsito y a un naturalista para que lo inmortalizara. A pesar de que sólo una parte de las observaciones se pudieran llevar a cabo y de las distintas dificultades e incertidumbres del análisis de los datos obtenidos, el resultado dio un rango de valores de la distancia al Sol de entre 149 y 157 millones de km, reduciendo la incertidumbre anterior. En ese momento se aceptó tomar la distancia al Sol como la media de los dos valores extremos, esto es, 153 millones de km, con una incertidumbre todavía insatisfactoria. El astrónomo alemán Johann Franz Encke solucionó el problema de la incertidumbre cuando analizó de nuevo los datos e hizo uso del método de los mínimos cuadrados inventado por Johann Carl Friedrich Gauss unos años antes, obteniendo un valor medio de 153,5±0,7 millones de km para la distancia al Sol.

Durante el siglo XIX se decidió volver a realizar campañas para observar los dos siguientes tránsitos de Venus, del 9 de diciembre de 1874 y el 6 de diciembre de 1882, ya que otros métodos obtenían para la distancia al Sol un valor de 147 millones de km. La mejora de la instrumentación y la profesionalización de los astrónomos impulsó la inversión en dinero y esfuerzo en el primero de los tránsitos, volviendo a realizar múltiples expediciones para realizar las medidas. Sin embargo, se volvieron a enfrentar a muchos problemas que incluyeron la pérdida de datos o las diferencias individuales entre los distintos datos tomados. Esto hizo que no se tuvieran tantas expediciones en el segundo de los tránsitos, que se observó principalmente desde distintos países de Europa y EE. UU. El astrónomo William Harkness recopiló, desde EE. UU., todos los datos de los dos últimos tránsitos y obtuvo un resultado de 148,8±0,2 millones de km para la distancia al Sol. Considerando también los datos del siglo anterior y con valores mejorados de las longitudes geográficas donde se observaron, el astrónomo estadounidense Simon Newcomb obtuvo una distancia al Sol similar, de 149,6±0,4 millones de km.

Al finalizar el siglo XIX la distancia al Sol se había medido con una precisión de 1/1000. En el siglo XX no hubo tránsitos de Venus, pero con diversos métodos se ha conseguido aumentar la precisión de la medida de distancia al Sol notablemente. Si en el siglo XIX la incertidumbre era de centenares de miles de km, hoy en día se conoce la distancia con una precisión de 3m, mejora lograda en el último siglo. En 2012 la Unión Astronómica internacional adoptó como unidad de longitud para las medidas de distancias en el sistema solar y a otras estrellas la "unidad astronómica" (au) con un valor de 149.597.870.700 m.
Tránsitos exoplanetarios
Desde hace unas décadas nuestro censo de planetas conocidos va mucho más allá del sistema solar. En 1992 los radioastrónomos Aleksander Wolszczan y Dale Frail descubrieron tres planetas orbitando un púlsar, es decir, una estrella de neutrones rotando a gran velocidad, y apenas unos pocos años más tarde, en 1995, los astrónomos Michel Mayor y Didier Queloz confirmaron la detección del primer planeta externo al sistema solar orbitando en torno a una estrella de secuencia principal, es decir, análoga a nuestro Sol en cuanto su fase evolutiva. Estos primeros planetas lejanos, llamados exoplanetas por no pertenecer a nuestro propio sistema planetario, inauguraron una lista de detecciones que se ha incrementado rápidamente con los años. En las fechas en las que escribimos este volumen, inicios de 2025, hay más de 5800 exoplanetas confirmados. El aumento de este número está relacionado directamente con la existencia de misiones espaciales y telescopios que se centran específicamente, o que dedican una parte importante de su tiempo, a la búsqueda de exoplanetas o a su caracterización. Es el caso por ejemplo de los telescopios espaciales Kepler o TESS (NASA), CoRoT (CNES/ESA), Cheops (ESA) o las futuras misiones europeas PLATO y Ariel (ESA).
La mejora de nuestra capacidad observacional ha permitido que ampliemos el rango de las propiedades físicas de los exoplanetas que somos capaces de encontrar. Mientras que las primeras detecciones, como la de 1995, correspondían a planetas muy masivos que orbitaban muy cerca de sus estrellas, en la actualidad observamos planetas incluso del tamaño de la Tierra. El descubrimiento de exoplanetas ha impulsado fuertemente además la búsqueda de vida extraterrestre, ahora que somos conscientes del gran número de planetas con algunas similitudes con la Tierra que existen en nuestra galaxia. Se está desarrollando particularmente el estudio de las atmósferas exoplanetarias, ya que estas nos pueden aportar información clave sobre las condiciones existentes en sus planetas, e incluso llegar a mostrar huellas generadas por la existencia de vida.
Existen diversos métodos para detectar exoplanetas, y uno de los más exitosos es el de los tránsitos exoplanetarios. Hablamos de tránsito en el sistema solar cuando un planeta pasa, desde el punto de vista de la persona observadora, por delante del Sol, como es el caso de los tránsitos de Mercurio y Venus descritos en este mismo capítulo. Podemos describir el fenómeno análogo cuando un exoplaneta pasa, desde nuestro punto de vista, por delante de la estrella en torno a la cual orbita, ocultando con ello un cierto porcentaje de su superficie y disminuyendo su luminosidad. Estamos hablando en condiciones generales de estrellas tan lejanas y planetas tan pequeños que no podemos observar directamente al planeta realizando el tránsito, pero sí somos capaces detectar esa pequeña disminución de la luminosidad de la luz de la estrella que se produce como consecuencia.

El porcentaje de disminución de la luz de la estrella va a depender del tamaño relativo entre estrella y planeta (o dicho de otra forma, del porcentaje de la superficie de la estrella que el planeta nos oculte), por lo que nos da información sobre el tamaño del planeta, y la duración del tránsito nos da información sobre su periodo orbital, y con ello sobre su distancia a la estrella (magnitudes relacionadas por la tercera ley de Kepler). En la imagen que acompaña este texto vemos las curvas de luz generadas por los tránsitos de los siete planetas que orbitan la estrella enana roja TRAPPIST-1. Los planetas más grandes producen tránsitos más profundos, y los planetas más lejanos dan lugar a tránsitos más largos.

El método de los tránsitos tiene un importante sesgo observacional, basado en que solo es aplicable a sistemas planetarios orientados "de canto" respecto a la Tierra, es decir, donde estemos situados prácticamente en el plano orbital del o de los planetas del sistema analizado. La probabilidad de que esto ocurra es baja, por lo que no detectar un planeta por tránsito no descarta la existencia de planetas en una estrella, y actualmente podemos asumir que hay una gran cantidad de sistemas exoplanetarios que no podemos estudiar así. A pesar de ello el método de detección por tránsitos es el más exitoso hasta el momento, ya que se han realizado grandes campañas de escaneado del cielo buscando estrellas donde se dieran disminuciones de luz de forma periódica, y que pudieran estar producidas de esta manera. Hasta la fecha más de 4300 planetas se han detectado mediante este método. Por tanto estos "eclipses" extrasolares aportan un método científico de plena actualidad, que nos está permitiendo ampliar de forma determinante las fronteras de nuestro conocimiento.
Fenómenos análogos a los eclipses
En términos muy generales, podríamos definir eclipse de Sol al fenómeno por el cual la luz del Sol es total o parcialmente ocultada a la vista de un observador (real o imaginario) por la interposición de un astro cercano entre el Sol y dicho observador. Esta es una definición muy general, más general que la que se encuentra en cualquier diccionario e incluso en libros de astronomía, los cuales pueden pecar de geocentrismo.
Incluso al principio de este volumen, hemos definido el eclipse de Sol como el que se da cuando la Luna oculta parcialmente el Sol, visto este desde la Tierra. Obviamente, ello no tiene en cuenta a un observador en órbita, el cual ve eclipsarse el Sol cada hora y media, siendo en este caso la propia Tierra el astro que se interpone entre Sol y observador. Tampoco tiene en cuenta la situación que se da en la Luna, cuando esta entra en la sombra de la Tierra: este fenómeno, que para un observador terrestre se denomina eclipse de Luna, para un hipotético observador lunar ¿qué otro nombre puede recibir sino el de eclipse de Sol?
Aún más, no hay ninguna razón para limitar este fenómeno al sistema Tierra-Luna. En particular, un imaginario colonizador de cualquier gran luna joviana vería a menudo el Sol eclipsarse tras el enorme cuerpo gaseoso del planeta Júpiter. En nuestra opinión, sería astronómicamente incorrecto no permitirles usar la expresión eclipse de Sol en tal situación, por mucho que se haya inventado para un fenómeno que primero hemos estudiado en la superficie de la Tierra.

Por supuesto todas las generalizaciones tienen sus matices y esta no es una excepción. Obviamente, el fenómeno de eclipse es particularmente notorio e impactante cuando el Sol es ocultado totalmente o en su mayor parte. Ello obliga a exigir que el astro que oculta al Sol se encuentre cerca del observador, pues solo así dicha ocultación puede ser notoria. Con esta matización de cercanía eliminamos los tránsitos, fenómenos por los cuales un observador ve pasar un planeta lejano frente al disco solar y que han sido descritos en el apartado 5.4 de este capítulo.
Sería posible generalizar aún más la definición de eclipse, no ciñéndonos a una única estrella, el Sol, sino considerando el caso de la ocultación de cualquier estrella por cualquier otro astro opaco que se interponga, esté cercano o no, como puede ser el caso de un planeta. Pero con ello llegamos a un concepto para el que ya hay un nombre específico, el de ocultación. Por ejemplo, se habla de ocultación de una estrella por la Luna, por un planeta o por un asteroide. El término ocultación es aún más general, pues se incluyen las ocultaciones de astros por el Sol: en este caso el Sol no es el objeto ocultado, sino que es el que se interpone entre el astro ocultado y el observador. Así que más bien podemos decir que un eclipse de Sol es un caso particular de ocultación, en el que la estrella brillante ocultada es el Sol y en el que el astro que lo oculta está cerca del observador.
En fin, cabe citar el caso en que un astro brillante oculta otro astro brillante, como ocurre en las estrellas dobles denominadas binarias eclipsantes. El brillo total se ve disminuir cuando una pasa por delante de la otra para un cierto observador. Así, si observamos el sistema de estrellas en función del tiempo y obtenemos lo que se denomina su curva de luz como en el apartado anterior de los tránsitos exoplanetarios, veremos una curva periódica con periodos de brillo máximo intercalados por dos tramos en los que lo veremos reducirse. En esos tramos de reducción del brillo de la curva son en los que una estrella comienza a ocultar a la otra hasta llegar a un mínimo (que es cuando la ha ocultado al máximo), para luego crecer de nuevo hasta volver al brillo máximo. Uno de esos mínimos de la curva de luz, el más profundo, se da cuando la estrella más brillante es ocultada por su compañera menos brillante y viceversa. El mínimo menos profundo ocurre cuando la estrella menos brillante es ocultada por la más brillante.

Hasta ahora hemos hablado también de los tránsitos por delante del Sol que es posible ver desde la Tierra, pero si nuestro imaginario colonizador visitara nuestro sistema solar, podría observar tránsitos distintos. Por ejemplo, en la superficie de Marte podría ver tránsitos de Mercurio, Venus y la Tierra. Sin embargo, hay que tener en cuenta de que a medida que nos alejamos del Sol, su tamaño angular y el de los planetas interiores disminuye. Por ejemplo, desde Júpiter el Sol se ve unas seis veces más pequeño que desde la Tierra y desde Urano, unas veinte. Si nos fijamos en el tamaño angular del planeta que transita, el más interesante es el tránsito de Venus visto desde la Tierra. En segundo lugar está el tránsito de Júpiter visto desde Saturno y en tercero el de la Tierra vista desde Marte.

Cuanto más cerca del Sol se encuentra un planeta menos tarda en dar una vuelta a su órbita y, por lo tanto, son más frecuentes las conjunciones con el planeta desde el que se observa. Y cuanto más lejos del Sol esté el observador, menos influye la inclinación de la órbita del planeta interior a la hora de evitar que se dé el tránsito. Por todo esto, los tránsitos son más frecuentes cuanto más cerca del Sol está el planeta que realiza el tránsito y más lejos el planeta desde el que se observa. Por ejemplo, desde Júpiter se ven el doble de tránsitos de Mercurio que desde la Tierra. Por otro lado, cuanto más lejos del Sol están los planetas, orbitan más lentamente y, por tanto, su ritmo de conjunciones es menor y también lo es la frecuencia de tránsitos. Por ejemplo, en el intervalo medio de tiempo entre dos tránsitos de Júpiter vistos desde Urano, se dan más de 50 tránsitos de Mercurio vistos desde la Tierra.
En cuanto a la duración de un tránsito, esta es más larga cuanto más alejado del Sol se encuentra el planeta interior en su órbita, ya que por la tercera ley de Kepler, cuanto más alejados están, más lentos se mueven. La duración máxima del tránsito de Venus visto desde la Tierra es de 7,9 horas y la del de la Tierra visto desde Marte sería de 9,5 horas.
Vivimos una ilusionante época en la que este último tipo de observaciones se pueden realizar desde sondas robóticas, como la observación del tránsito de Mercurio del 28 de octubre de 2023 realizada desde el rover Perseverance en la superficie de Marte (y los de sus lunas Fobos y Deimos en febrero y enero del 2024). En el siglo XXI habrá aproximadamente el doble de tránsitos de Mercurio que los visibles desde la Tierra. Los de Venus también son mucho más frecuentes. Esto es debido a que la mayor distancia a la que se encuentra Marte reduce el efecto de la inclinación de las órbitas de Mercurio y Venus; además, el periódico sinódico (entre conjunciones inferiores con Marte) es menor. Como hemos mencionado, desde este planeta además de los tránsitos de Mercurio y Venus se pueden observar los de la Tierra, que se producen en promedio 3 veces cada dos siglos. El 11 de mayo de 1984 hubo un tránsito de la Tierra visible desde Marte y el siguiente se producirá el 10 de noviembre de 2084.

